El presidente Duque sorprendió al país esta semana cuando presentó su plan para regularizar la permanencia de cerca de un millón de migrantes venezolanos.
El Gobierno manifiesta que es humanitario, conveniente y socialmente responsable formalizar la situación migratoria de esta población. Aunque suene raro, quizás impopular, ese proceso no solo es deseable, sino urgente y necesario.
Muchos alegan que el nuevo estatuto migratorio para venezolanos generará una diáspora inusitada y de proporciones bíblicas. Sin embargo, lo que pocos están dispuestos a reconocer es que esos seres humanos –porque lo son– ya están aquí, muchos ya tienen hijos colombianos, varios han adquirido bienes y, aunque sería su gran anhelo, no tienen ninguna intención de regresar a Venezuela, así el régimen de Maduro se cayera en las próximas horas.
También se nos olvidó, convenientemente, que muchos de esos “migrantes” son hijos o nietos de colombianos que emigraron a Venezuela en los años 70 y 80, atraídos por la bonanza del que en aquel entonces era considerado el país más rico de América Latina, desplazados por fuertes crisis económicas, sociales y de violencia que azotaron nuestro país en esos tiempos.
La realidad es que hoy muchos de esos venezolanos forman parte de nuestra vida, de nuestra realidad y quizá sean buenos amigos, buenos trabajadores, buenos vecinos y, ¿por qué no?, hasta buenos familiares. Son personas que se han compenetrado profunda y rápidamente en nuestra sociedad, simplemente porque somos muy parecidos en muchos aspectos, por no decir que somos iguales.
Muchos colombianos hemos incorporado la cultura venezolana, hemos comido “arepa reina pepiada”, “hallacas”, “tequeños” o “pan de jamón”. Quizá nuestros hijos, a pesar de la pandemia, hayan jugado béisbol en un parque; es probable que nos hayamos sentado varias horas a jugar dominó tomándonos uno que otro ron… Eso, que hoy nos parece muy natural y nos encanta, hace algunos años era “exótico”, pero ahora es parte de lo que somos y, la verdad, queremos que se quede para siempre.
Se ha vuelto un deporte nacional que raya en la xenofobia echarles la culpa a los venezolanos de algunas de las cosas malas que suceden en Colombia. Creemos que nos quitan empleos, que son un foco de inseguridad, que no colaboran con nuestra “tranquilidad” porque son fiesteros, perezosos y bullosos. Nos creemos, sin ninguna razón, mejores que “ellos”, asumiendo con una prepotencia social ridícula que estamos por encima en la escala latinoamericana y que eso nos autoriza a juzgarlos.
Lo que pocos entienden es que los venezolanos son trabajadores que están dispuestos a trabajar en lo que sea, que son unos magos en el difícil arte del rebusque y que desde hace algunos años han empezado a suplir las necesidades de mano de obra no calificada que empezaba a disminuir en un país que está en vías de desarrollo como Colombia.
El sector agrario, de servicios básicos y de manufactura encontró en los venezolanos la mano de obra que se había vuelto muy difícil de conseguir. Esa deficiencia en el mercado de trabajo se había generado porque el colombiano que progresa, como cualquier otro ciudadano, tiene derecho a aspirar a empleos más calificados y mejor remunerados, simplemente porque para eso sus padres y abuelos hicieron un gran esfuerzo para “salir adelante”. Ante esa realidad, ya no todos querían ser obreros, operarios o campesinos. Ese “hueco” social del mercado laboral lo están cubriendo los venezolanos. Esa adaptabilidad es sorprendente y admirable.
Algunos se cuestionan de dónde van a salir los recursos para cubrir todo lo que se van a “gastar” los venezolanos. Sin embargo, lo que tenemos que entender y aceptar es que esa carga ya la tenemos y, fruto de la informalidad social, nos está resultando mucho más costosa.
A manera de ejemplo, hoy los servicios médicos de los venezolanos irregulares terminan siendo asumidos por los sistemas de solidaridad del régimen de seguridad social de salud o por los gobiernos locales a costos de medicina privada; si los migrantes se vinculan al régimen subsidiado de salud (mal llamado “Sisbén”), esos costos pueden dispersarse y reducirse sustancialmente.
Para ser sensatos, no creo que los venezolanos vayan a pagar más impuestos tal como lo ha sugerido el Gobierno en los últimos días, entre otras razones porque la inmensa mayoría de los colombianos tampoco los pagan. Ahora bien, muchos países desearían tener ese millón y medio de personas gastando servicios, bienes y produciendo en una economía que necesita del consumo para salir adelante. Pues bien, puede que los venezolanos no lleguen a pagar mucho, pero si generarán y consumirán mucho, y lo harán en el momento más productivo de sus vidas.
Tenemos dos opciones: seguir diciéndonos mentiras y soñar con que algún día podremos montar a todos los venezolanos en un bus para deportarlos, o decirnos la verdad y aceptar, de una vez por todas, que son una realidad, que son nuestros hermanos y que debemos tratarlos como siempre hemos esperado ser tratados los colombianos cuando emigramos a otros países: con dignidad, respeto y urbanidad.
Nadie sabe qué nos depara el futuro. Esos venezolanos que hoy llegan a pie, caminando miles de kilómetros y con una escasa maleta, algún día también pensaron que eso nunca les pasaría; sin embargo, les pasó. Creo que rodear al Gobierno en este propósito nos hace un mejor país, una mejor nación, y que hoy el mundo entero nos ve con otros ojos. Somos el país que salvó a toda una generación de venezolanos y lo hizo con generosidad.