Llevo más de 16 años como profesor universitario y conferencista en temas relacionados con derecho laboral. En este tiempo he tenido la oportunidad de enseñar a varios miles de personas y aprender de otros tantos, de todas las áreas del conocimiento, edades, niveles de formación, y con las más diversas formas de ver y comprender la vida.
De esas muchas experiencias he obtenido grandes alegrías y algunas pocas decepciones, sin embargo, creo que en la actualidad enfrento el reto más grande de toda mi carrera docente: adaptarme para mis teleestudiantes, poder transmitir conocimiento, crearlo, disfrutar mis clases -tanto como lo hacía antes-, mantener su atención e incluso evitar que se duerman frente a una pantalla. El reto es conectarme con ellos en una época en la que enseño y finalizo cursos enteros con personas a las que no tengo la oportunidad de ver ni conocer presencialmente.
Antes, cuando podía ver a mis alumnos en un salón de clases, tenía la capacidad de percibir sus inquietudes, sus estados de ánimo y había desarrollado, creo, una habilidad casi mágica que me permitía detectar cuando entendían y disfrutaban la clase, o cuando me tocaba cambiar la estrategia para poder transmitirles lo que tenía para decirles. Era fácil identificar quién estaba verdaderamente interesado en aprender y quién estaba ahí simplemente para cumplir.
Se insiste en la “nueva normalidad”, pero poco se dice de la realidad. Nos concentramos mucho “en lo que será el futuro”, sin reparar en que tenemos un presente que lleva varios meses, que con seguridad se extenderá, e incluso que podrá permanecer en el tiempo. Es claro, por lo menos en lo que a mí respecta, que las clases telemáticas no son el futuro sino el presente y que debemos aprender a hacerlo bien para no fracasar en el intento.
Hace apenas un par de semanas fue tendencia en redes sociales un movimiento impulsado por estudiantes de algunas universidades de Bogotá que clamaban por su salud mental, simplemente porque en medio del caos algunas instituciones optaron por no programar una semana de receso a la que por disposición legal nos habíamos acostumbrado desde hace varios años. Muchos pensamos que se trataba de un reclamo sin fundamento, que exageraban y que nadie iba a perder la cordura por no descansar la segunda semana de octubre.
Cuando abierta y sinceramente confronté a mis alumnos, a aquellos con quienes nunca he compartido un espacio físico, sobre las razones de su protesta, no solo la entendí, sino que ahora la comparto. Hoy, más que nunca, pienso que los estudiantes necesitaban descansar y que fue un error impedirlo. Entiendo que la medida, aunque fue adoptada de buena fe y con el más loable deseo de acertar, generó una gran molestia. Acá se aplica ese viejo adagio popular de que una cosa piensa el burro y otra, el que lo está enjalmando.
Asumimos con una ligereza absurda que los estudiantes solo están ahí para estudiar y que “nos pertenecen” mientras estén en sus casas presuntamente “sin hacer nada”; creemos que no tener que tomar un bus para ir a estudiar les otorga a los profesores una especie de patente para “dictar” clase como si se tratara de un programa de radio.
Omitimos, casi por completo, que al otro lado existe un ser humano que puede no comprender bien lo que oye o que simplemente no quiere entendelor; que sigue con sus problemas personales, ahora incrementados porque no tiene la oportunidad de apartarse de ellos en la soledad de su hogar. No comprendemos que esos alumnos, en muchos casos, no pueden ni siquiera conectarse con la clase o se niegan a encender la cámara porque sienten vergüenza de sí mismos o de su entorno.
Ante la imposibilidad de ser creativos, muchos profesores hemos optado por “dejar trabajos” para compensar la pérdida de contacto y poder medir a los estudiantes por vías distintas a una simple calificación. No se trata de aprobar a todos por solidaridad pandémica, pero sí de ser conscientes de que tenemos que aprender a teleenseñar y a teleestudiar, para lo que se requiere aceptar, con nobleza es preciso decirlo, que se trata de una actividad totalmente distinta para profesores y estudiantes de aquella que disfrutábamos en los salones de clase.
Aún a riesgo de estar equivocado, creo que los estudiantes desean saber que al salir de clase esta terminó; que, al cambiar del salón, cambiaron de ambiente. Estoy seguro de que muchos odian estar frente a un computador 10 horas al día intentando permanecer concentrados como si fuera una emisora que siempre tiene los mismos programas, en un eterno déjà vu al que se someten todos los días. Teleestudiar es muy difícil.
Me hace falta la cafetería de la universidad, extraño la oportunidad de ver a los estudiantes, saludarlos, escuchar sus historias y aprender de ellos. Extraño a mis alumnos y espero que ellos extrañen a sus profesores. Ahora que estamos ad portas de iniciar la última fase de este semestre, todavía estamos a tiempo para corregir el rumbo: que podamos acudir al sentido común, al diálogo, a la buena actitud y a la concertación de medidas que hagan del teleestudio una gran experiencia para todos.